Mis geranios

lunes, 7 de febrero de 2011

Fragmento de Las Navidades del lobo (Años veinte)

          Era domingo y Nochebuena. Los carámbanos, colgando del alero de la cuadra, recogían la gélida luz de la mañana, la paseaban un poco por sus cristales y la devolvían haciendo guiños de sol. Aunque a Flores le gustaba fijarse en esas cosas, esta vez no lo notó: tenía que ensillar la yegua para ir a recoger a Padre, que se había tenido que quedar en Otero por la ventisca de ayer. Hacía sol, pero también mucho frío, y hasta las gallinas dudaban si salir o no del gallinero.
          Flores no se llamaba Flores, sino Florentino, como el santo del día en que nació. Sus hermanos le llamaban así por ahorrar tiempo; sus amigos, también. Su madre le llamaba más bien chico.
          —Chico, tráeme un poco de leña.
          —Chico, limpia el gallinero.
          —Chico, deja de jugar con ese  animal.
          —Chico, vete a Misa con tus hermanos.
          —Chico, recoge los huevos.
          —Chico, lávate la cara.
          En casa siempre estaba haciendo algo. Él y su hermana Dolores. Los demás hermanos se libraban: uno, por delicado y favorito; otro, por sordo; otro, por chiflado irresponsable; los demás, por pequeños. Ellos dos eran los que se chupaban todo el trabajo.
          —Chico, ensilla la yegua y vete a buscar a Padre —le había dicho Madre esa mañana al volver de ordeñar. Le había puesto en la mesa de la cocina un tazón de leche migada y le había alargado la pelliza de su hermano mayor, que estaba en cama porque decía que le dolía el estómago.
          —No te desvíes del camino y ten cuidado con los hielos. Y recuerda a Padre que traiga unas teas.
          Las teas eran tiras que se sacaban de las raíces de los pinos, en el monte, y servían para encender la leña en la lumbre baja, donde se cocinaba y se calentaba uno. Pero todo estaría lleno de nieve y sería difícil apañarlas. Claro que en el pinar se habría acumulado menos, porque los árboles servían de paraguas.
          No era la primera vez que Flores salía a recoger a su padre, pero anoche oyó aullar al lobo y andaba un poco temeroso. Probablemente su madre no lo habría oído. Se acostaba siempre tan cansada… En realidad, temeroso no era la palabra, porque Flores, a pesar de su corta edad, no era un chico asustadizo, sino cauteloso. O sea, de esos que prefieren no ponerse en situaciones peligrosas. Un chico listo. Había estado haciendo malo y quizás el lobo andaba hambriento. Esta vez, pensó, debería ser su hermano mayor quien fuera a recoger a Padre. Para eso tenía más años y más fuerza que él.
          Al salir al patio, su perro se le acercó oliendo el aire y moviendo la cola. Era ya un perro adulto de mediano tamaño, pelo ondulado y orejas caídas que olisqueaba todo. Se llamaba Alpargata. Madre siempre le llamaba animal o chucho:
          — ¡Fuera de aquí, animal!
          — ¡Quita de en medio, chucho!
          Flores le había salvado la vida hacía dos años, cuando los del Soto echaron la camada de recién paridos al río. Nunca le gustó esa costumbre, pero Padre decía que no había más remedio: no se podía alimentar a tanto perro como nacía. Flores se hubiera quedado de buena gana con todos ellos, pero en casa no le dejaban: ya formaban una buena camada él y sus nueve hermanos.
          Poco antes de eso se les había muerto Dogo, un perro guardián muy viejo, aunque sólo tenía pocos años más que él. Pero es que los perros y los gatos solían durar poco, Flores no sabía bien por qué. Durante sus últimos meses, el animal arrastraba a duras penas su corpachón, pasándose más tiempo en la cuadra que en el corral. Aún así, no había dejado de ganarse diariamente los restos del cocido, porque continuó avisando cuando alguien se acercaba, si bien sus ladridos eran ya más bien tirando a toses.
          En aquella ocasión, Flores había seguido a los del Soto sin saber bien por qué, bajando la cuesta del río y viendo cómo tiraban el saco al agua. Cuando los demás se volvían hacia el pueblo notó que uno de los cachorros había logrado salir del saco y se había agarrado con la boca a un matojo de la orilla como si fuera la teta de su madre, mientras sus hermanos iban aguas abajo, llorando entre las peñas. El perrillo, pequeño como una de sus alpargatas, hacía esfuerzos tremendos por salir de la corriente, moviendo sus patas con desesperación. Estaba claro que era valiente y luchador. Flores lo recogió, lo secó, le dio calor apretándole contra su pecho y se lo llevó a la cuadra. Era macho. Mejor, así no tendría que tirar luego cachorrillos al río. Alpargata iba a ser su perro. Para eso le había puesto nombre. Le alimentaría con la leche de la Motes, que él ordeñaba a diario, y le cuidaría hasta que fuese mayor.
          Y así fue. Tuvo que vencer el rechazo de Madre, que desde el principio dijo que ese animal no valía lo que se comía; que no serviría para guardar la casa; que más bien era un perro de caza que se pasaría todo el día molestando a las gallinas. Madre tampoco quería al gato, pero le aguantaba porque controlaba ratones y otros animalejos. Menos mal que Padre intervino a su favor un día que le pilló de buen humor: un perro era un perro, dijo, y siempre avisaba si alguien se acercaba a su terreno; si además servía para cazar algún conejo que echar a la cazuela, no estaría tan mal la cosa. Así que, enseguida, perro y amo se ejercitaron para cazar a mano algún que otro gazapo, siquiera para que Madre estuviera contenta.
          Desde el primer momento, Alpargata se pegó a Flores y le reconoció primero por madre y luego por jefe. Le obedecía ciegamente y le acompañaba a todas partes, mirándole con adoración y aprendiendo todo lo que se le enseñaba. Hasta se colaba con él en la iglesia y en la escuela, con gran escándalo de todos. Flores no comprendía por qué no podía entrar a esos lugares, cuando era una criatura de Dios, como los demás mortales. ¿No entraban las moscas en verano? Más cariñoso que muchos humanos era su perro. Y educado: nunca ladraba cuando veía un ambiente recogido. Además, sabía reprimir su interés por las gallinas, ladrando como loco cuando la zorra se acercaba alguna noche, no parando hasta echarla de los alrededores. También aprendió a hacerse invisible cuando el ama estaba cerca. Por evitar un escobazo más humillante que peligroso, más que nada.
          Para Flores, Alpargata era su mejor amigo, alguien incondicional a quien podía contarle sus cosas. No es que no tuviera amistad con los chicos del pueblo y con sus hermanos de edad más próxima a la suya, con quienes se lo pasaba muy bien haciendo diabluras, pero con Alpargata podía hacer otras cosas, como mirar al cielo buscando estrellas errantes, observar a las ranas mientras oía el agua bajar por la cacera o ver pasar las ventanillas iluminadas del tren por encima del terraplén, donde daba la vuelta el río. Alpargata se sentaba con él y también disfrutaba de esos momentos tranquilos, cuando uno  sentía como si todo lo de alrededor fuera un gran regalo mostrado para sus ojos.
          Esta mañana Alpargata miraba a su amo dispuesto a adivinar sus menores deseos. Pero Flores no quería que su perro le acompañara esta vez: Si el lobo le salía al paso, Alpargata tendría las de perder. Porque se empeñaría en proteger a su amo, y era poco perro para un lobo hambriento. Él, subido en la yegua, podría escapar y, en el peor de los casos, Solana le defendería a coces...
(De Tres cuentos en Navidad, Alicante, 2010)

El corazón de la sandía


          Todo era diferente en esta ocasión: en vez del campo de amapolas entre el verde tierno de las llegadas de mayo, algunas matas pardas, sacudidas por el viento del aterrizaje, le daban la bienvenida. Otro otoño de sequía, pensó. Qué diferencia con las masas de bosques, el verdor y la humedad de la tierra de donde venía.
          Aurora suspiró. El tiempo muerto había terminado. El vuelo había supuesto unas horas en terreno neutral, sin obligaciones, descansando de los nervios de la noticia, de los preparativos apresurados del viaje, de todo lo que dejaba atrás antes de enfrentarse con lo que le esperaba en Madrid. La travesía había sido un limbo azul. Siempre era así: un limbo azul donde la realidad no existía, donde el tiempo se paraba. Un respiro. Esta vez, más que nunca, le hubiera gustado quedarse en ese estado de suspensión física y anímica, sin pensar demasiado, tomando su gintonic, leyendo algo ligero, observando a sus compañeros de viaje, sintiendo la oquedad soleada que los rodeaba. Porque allí, por encima de nubes y tormentas, casi siempre lucía el sol.
(De la novela El corazón de la sandía, recientemente terminada y sin publicar)